29 marzo 2007

El Mono de Silvio

Su lugar, como un adorno de mesa de luz, era un barril de metal de doscientos litros en el que, atado con collar y cadena, Pancho, el monito de Silvio, pasaba todos sus aburridos días. Era un espécimen de mono tití que su padre había conseguido en Corrientes y había traído de regalo para él y sus hermanos.

El padre de Silvio era camionero y Pancho era la atracción del patio repleto de palieres, cubiertas y litros de grasa mugrienta y latas del taller donde los Mercedes Benz se desarmaban en miles de gigantescas piezas.

Siempre en la cima del barril, totalmente cubierto de grasa y la tierra que volaba en polvaredas en el patio del taller, estratégicamente ubicado contra la calle, delante de la casa de Silvio en el fondo del terreno, el mono se enseñoraba feo y despojado de toda gracia. Su aspecto era el de un viejo vagabundo: flaco, sin pelo en amplios sectores de la cabeza y el cuero oscuro, arrojaba a todo visitante miradas amenzantes. Los perros no lo molestaban, parecía no importales.

Los amigos de Silvio pasaban horas frente Pancho. Lo observaban y reían con las monerías del animal, guardando una distancia apropiada, porque «Pancho muerde». Cuando la sombra de las tardes de verano lo permitía, cuando el camión regador ya había aplacado el polvo de la calle, los amigos de Silvio llegaban y tiraban las bicicletas descangayadas contra una cubierta o alguno de los fierros del patio del taller que era, también, el patio de Silvio. Iban a ver a Pancho.

En ronda y riéndose tontamente lo miraban masturbarse, lo que junto con la comida eran las actividades predilectas del pequeño simio pelado. Las tardes se apagaban con los chicos sentados en una media ronda en la que el punto de toda atención era el mono feo que se aferraba a su pitito y movía la sucia cola negra como si no le perteneciera.

Silvio sabía que sus amigos venían a ver al mono pero no le importaba, porque al final siempre terminaba aburriéndolos, entonces los tres o cuatro chicos lo acompañaban a trepar alguno de los árboles del jardín, o a esconderse debajo de una de las enredaderas y fumar los palitos secos y huecos como si fueran cigarrillos, riéndose y conversando cosas de niños, olvidándose por un rato de aquel mono triste y feo que era su mascota.

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