El flaco estaba entusiasmado con el Jeep. Todas las tardes, cuando volvía del trabajo, se desviaba unas cuantas cuadras para pasar delante de ese auto con el cartelito de “me venden”, sostenido con cinta scotch en el vidrio trasero. “Está divino el Jeep”, pensaba mientras comandaba el traqueteo de la renoleta. Pasaba despacito en el R6, a los saltitos en esa calle de tierra del oeste neuquino, frente al Jeep con la chapa lustrosa y el cartelito tentador.
Cuando por fin se decidió a comprarlo (fue todo un trabajo tomar la decisión porque también implicaba decirle adiós a la renoleta, que de pura lealtad, le había dado tantas satisfacciones) se dio cuenta de un detalle. Se acordó, más bien. No tenía el R6 a su nombre.
Estaba decidido. No lo iba a frenar una pequeñez tal, como un nombre y apellido extraños en su cédula verde. Rastreó a los antiguos propietarios del bólido: un matrimonio de docentes medio hippies. Los encontró fácil. Tanto como a las complicaciones en el trámite.
Afines a los desganos propios del hippismo (porque los hippies no son putos como dice el policía de Capusotto, sino que son colgados), no habían hecho nunca ninguna transferencia.
La cosa se ponía difícil. Pero el flaco ya estaba en el ruedo. Hurgó viejos papeles de propiedad (flojos esos papeles...) y encontró el nombre del propietario original del renault.
“Julio Oviedo”, leyó. Un nombre. Una identidad que no arrojaba ningún tipo de certeza. Se encomendó a todos los dioses que conocía y pidió que ese hombre no hubiera muerto. ¡Bingo!: lo encontró en la guía.
Discó el número, y el teléfono llamó un par de veces. Atendió una mujer. Parecía joven.
-Si es acá. Es mi padre pero durante un año no lo va a poder atender.- dijo la mujer con la voz casi en un grito de ira.
-Si, pasa que yo necesito hacer....- Un click brutal como una trompada, sonó en el auricular.
Estaba desahuciado. Se acordaba del jeep. Lo imaginaba con dos tiernas alitas de ángel pegadas el la tropa, aleteando y elevándose hacia las nubes, alejándose de él.
Su esposa se enterneció al verlo y se ofreció a llamar nuevamente.
-¿Sabés lo que me dijo?- le preguntó la mujer. No esperó respuesta:- Que el padre es Oviedo, está preso por la causa La Escuelita, y que si hace la transferencia ahora, los de los Derechos Humanos van a empezar a decir que se quiere deshacer de los bienes.
El flaco la miró desconcertado. “¿Justo de ese represor tiene que ser el auto?”, pensó. Pero no dijo nada. El represor estaría en ese momento sentado en su celda, esperando para dar explicaciones por los muertos y desaparecidos durante la dictadura en ese centro clandestino de Neuquén. Mirando a la renoleta, el flaco tragó una saliva tan amarga como jamás hubiera imaginado.
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